Difuminados, dispersos, se presentaban ante él vestidos con ropas desconocidas, como de historias de Bulo. Algunos le miraban fijamente. Otros alzaban una mano casi implorante hacia él. No, no imploraban: invitaban. Como si dijeran “ven con nosotros”, “sé parte de nosotros”. Le daban mucho miedo. Cuando les veía, sólo podía cerrar los ojos y rezar para que no estuvieran ahí cuando los abriera. Pero, a veces, allí seguían. Otras veces, despertaba.
El sueño era un bucle, pero cada vez distinto. El mismo tipo de seres ante sus ojos, pero diferentes seres en cada pesadilla. Se acercaban a él. Le miraban, alargaban una mano que rezaba “ven”. Y entonces el suelo temblaba, como un terremoto aunque no era un terremoto. Lo que sentía era, más bien, que se desintegraba todo a su alrededor, debajo de él, y el mundo temblaba. Cuanto más borroso se volvía el mundo, más claros se tornaban los seres, con sus miradas penetrantes, sus manos extendidas, sus ropas extrañas.
- ¡Dejadme! -gritaba a veces- ¡Marchaos!
Pero nunca se iban. Y, cuando se quedaban el tiempo suficiente –y esto era lo que más inquietaba a Juan- él mismo empezaba a pensar que, quizá, fuera mejor ir con ellos. Como si hubiera algo que necesitara saber, y ellos pudieran decírselo. Como si, con el mundo desintegrándose a su alrededor, agarrar una de aquellas manos significara viajar a un mundo nuevo.
Y a veces, en la parte final del sueño que nunca recordaba al despertar, Juan sentía por un instante la plenitud de lo mágico: que la realidad eran ellos, y el mundo sólo sueño.
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