Ainhoa, con el pelo todavía empapado por las lluvias torrenciales de Malabo, me hablaba dentro del Sport. Era difícil mantener una conversación con la música de ritmos repetitivos a todo volumen, pero lo intentábamos. Cada dos o tres frases me veía obligado a preguntarle: “¿qué?” porque no la entendía. Cada vez que lo decía juntábamos los cuerpos, las cabezas y arrimaba sus labios a mi oído para repetir lo dicho. Hubiera sido incómodo hablar así de no ser por lo intenso de sentir su respiración en la piel y los latidos de su cuerpo aferrando el mío.
En un momento dado, tras el decimonoveno “¿qué?” que implicaba juntarnos y sujetarnos cerca con los brazos a escasos centímetros, me preguntó: “¿lo haces adrede?“. Ni se me había pasado por la cabeza hacer como que no la entendía para poder tenerla más cerca, y se lo dije: “no, es que no te oigo; vocaliza más a ver si así…“. Seguimos hablando y, al rato, o ella hablaba demasiado bajito, o no sabía pronunciar con claridad, o la música estaba demasiado alta y me vi obligado a preguntar otra vez “¿qué has dicho?“. Volvió a juntarse más, se apretó contra mí y repitió la frase. Lo curioso es que ella sí entendía lo que yo decía y no me hacía falta gritar mucho. Diez segundos de conversación más tarde, otra vez no pude entenderla, y en lugar de preguntarla “¿qué?” inquirí “¿lo haces tú adrede?“. Sonrió, pícara y cómplice, antes de acercar sus labios al oído, apretar los pechos contra el mío, y decir: “pues claro“.
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